A día 31 de Octubre de 2024 presentamos el testimonio de Ignacio Cadenas:
Parece que fue ayer. Supongo que se debe a la intensidad de todo lo vivido.
Soy Ignacio Cadenas, miembro de Sonríe y Crece y tuve la suerte de ser voluntario de la Asociación en Verano del 2023. Ha pasado ya un tiempo y por eso creo que tengo la suerte de escribir este testimonio con la perspectiva que solo el tiempo te ofrece, en ocasiones, desembocando en una añoranza tremenda.
Bien es verdad que el año en que viajé a la República Dominicana empezó de la manera más rocambolesca posible. Tras meses de trabajo y preparación, nuestro vuelo se cancelaba sin motivo claro. Recuerdo aquel 9 de julio como una maratón de emociones; empezando por el desconcierto, pasando por bulevar de la frustración y desesperación, pero al menos, volviendo a casa tras encontrar ante aquella dificultad, un grupo de jóvenes, ahora amigos, que no se frenaba, no se desmoronaba, sino que buscaba soluciones porque el reto que teníamos por delante así lo requería.
Creo que no lo he comentado, tengo muy mala memoria, por lo que me puedo equivocar en fechas, incluso en detalles de toda mi experiencia en Sabana Yegua. A nuestra llegada al Aeropuerto de Punta Cana una semana más tarde de lo previsto, todavía no éramos conscientes de todo lo que la Asociación había construido en Sabana Yegua. Llegamos a altas horas de la noche, tras haber probado nuestro primer picapollo y nuestro primer viaje en guagua. A la mañana siguiente, con los primeros rayos de sol, enfundados con nuestras camisetas de Sonríe y Crece, nos dirigimos a la parroquia de la Sagrada Familia para hacer conocer al pueblo que habíamos llegado. Nosotros no somos una asociación católica ni de ninguna confesión, pero contamos con el apoyo incondicional de la Parroquia, y son parte fundamental de la supervivencia de los proyectos de Sonríe y Crece durante el año. La misa fue diferente a cualquier otra experiencia parecida en España. Se respiraba una vitalidad, una alegría en los cánticos y en las expresiones, como si del acto inicial de un precioso musical se tratara. Al terminar, conocimos a Dolors y desayunamos nuestros primeros jugos. No sé cómo describirlo con palabras, pero probar las frutas y los jugos (zumos) en Dominicana es como despertar de una mentira; porque no habíamos probado nunca un sabor tan auténtico y dulce al otro lado del Atlántico.
La primera semana se dedica siempre a la preparación de los proyectos que durante nuestra estancia en la provincia de Azua se desarrollan. Es necesario que todo el mundo, independientemente del barrio, religión o condición sepa que Sonríe y Crece ha llegado. Es por eso que, al llegar, y para que los niños puedan disfrutar de todo lo que preparamos, esa primera semana nos pintamos la cara, nos vestimos con globos de colores y junto con los monitores dominicanos vamos caminando y cantando por todo el pueblo para que el mensaje llegue a cada casa de Sabana Yegua. Las pruebas de nivel de la Escuelita fueron todo un éxito. Se presentaron 150 niños en la Escuela de San Francisco.
Aquellos primeros días todo era un bombardeo de información. Nombres, familias, sitios e incluso las más pequeñas de las tareas suponían un reto para el resto de compañeros novatos y para mí, que veíamos a los veteranos solventar y atajar sin ningún tipo de problema. Supongo la sensación de responsabilidad se adueñaba de nuestras emociones, intentando ser cada día un poquito más parecidos a los voluntarios que conocían las lindes del pueblo, que se había visto en nuestra posición y este año aceptaban con gusto ser nuestro ejemplo a seguir. Recuerdo que me impactó mucho conocer a los monitores aquella primera semana y, en la línea de lo que comentaba, me resultó muy inspirador ver cómo muchos se acordaban de los voluntarios que habían estado años anteriores y nos preguntaban por ellos. Era la más fiel muestra de la huella que la Asociación había ido dejando en estos muchachos, mayores de 14 años, que nos ayudarían con los niños en la Escuelita y el Veranito. Esa primera semana aprendimos junto a ellos cantidad de juegos y actividades, como el “Pato, pato, ganso”, el “Semáforo” o el “Topao” que tantas risas provocaban incluso entre los más mayores. Sin embargo, más importante que los juegos, se forjó un grupo que priorizaba siempre el bienestar y la felicidad de los niños, llevando los valores del buen monitor y de la Asociación por bandera.
La segunda semana daban comienzo las clases de la Escuelita. Yo sería profesor del grupo Azul, niños de entre 9 y 12 años, junto con Elena Arxer. Por primera vez en mi vida me ponía al otro lado de una clase y ya puedo asegurar que no es nada parecido a España. Los recursos con los que trabajamos en la Escuelita son limitados, por eso nos quisimos enfocar en los aspectos más fundamentales del conocimiento que a nuestro parecer estos niños necesitaban. Todavía recuerdo sus caras de frustración cuando cambiábamos de los juegos a las operaciones de matemáticas o a la lectura. Al tiempo que escribo este testimonio, me acuerdo de ellos. De cómo muchos, pese a estar más cerca de la adolescencia que de ser niños pequeños todavía no sabían leer y les tenía que guiar con el dedo en la lectura del día. Porque detrás de cada sonrisa de los niños de la Escuelita, detrás de los chistes, los juegos y los bailes, sabíamos que había una realidad en muchos casos desafortunada, sin un rumbo claro y ni mucho menos, esperanzadora. En aquella Escuela del barrio de San Francisco, teníamos la oportunidad, y así quisimos aprovecharla todos los monitores, de inspirar a los niños a encontrar una pasión y de generar un ambiente de aprendizaje cercano, personalizado y pendiente del correcto desarrollo de cada niño. Sin desprecios, con cariño, con oídos que escuchen sus dificultades y profesores que se dejen la piel para que el futuro de cada uno sea algo mejor.
Nuestras clases principalmente se centraban, en el área de matemáticas, en el aprendizaje de la multiplicación, y en lo referente a las habilidades lingüísticas, la iniciación en el inglés, la diferenciación escrita entre z y c, b y v, y por supuesto, la lectura. Elena y yo intentábamos dinamizar siempre las clases con juegos, canciones, en los que abordábamos cuestiones de cultura general, sobre la salud, la naturaleza, los países y demás. Al terminar cada clase, y tras haber visto la Asociación que era necesario inculcar este hábito, todos los niños de la Escuelita se cepillaban los dientes (especial mención a la recogida de cepillos en España y todas las personas que en algún momento nos ayudaron en la causa).
Las tardes en Sabana Yegua y el KM15 las dedicábamos al Veranito. Se palpaba en el ambiente que los niños esperaban con ansia cada tarde a que abriéramos las puertas y empezara el teatro previo a los juegos. Era su espacio de olvidar todo lo ajeno, su rato de poder disfrutar unas horas de ser niños y jugar sin otras preocupaciones. Por nuestra parte, cada monitor español organizaba el Veranito un día, explicando los juegos, midiendo los tiempos de cada juego y organizando las meriendas. El Veranito era nuestra oportunidad de conocer a los niños en su faceta más alegre, de que vieran en nosotros no solo profesores sino personas de su confianza. Y aunque todos se agolpaban por ser los primeros en merendar o en jugar, el ambiente siempre era de alegría, en gran parte también gracias a la inestimable ayuda de los monitores dominicanos que nos ayudaban.
Tras el frenetismo de cada Veranito, las pulsaciones bajaban y tanto monitores españoles como dominicanos nos reuníamos para hacer un pequeño coloquio y reflexión sobre cómo se había desarrollado la tarde y sobre cómo podíamos mejorar. Personalmente, el post del Veranito era de mis momentos favoritos del día, sobre todo por poder conocer más de cerca a los monitores, que te cuenten sus sueños y preocupaciones. Notabas que ellos veían en ti un amigo y un ejemplo a seguir. Compartían sus éxitos y alegrías con nosotros, sus preocupaciones en alguna ocasión también.
Los días siempre se cerraban intentando exprimir al máximo nuestras horas en Sabana Yegua. Era en este momento, en el que a medida que el sol se ponía, podíamos disfrutar de todas sus gentes. Recorríamos el pueblo y se nos acercaban los niños para bailar; no era de extrañar porque en cada casa había un un altavoz con bachata o el merengue de Juan Luis Guerra. Las cenas con las familias que la Asociación conoce desde hace años eran maravillosas. Teníamos la oportunidad de conocer de cerca a todas esas personas por las que en verdad trabajábamos. Nos trataban con cariño, con una hospitalidad casi inexplicable entendiendo la situación de necesidad de muchas de las familias. Todo aquello daba igual. Para las familias, la alegría de compartir la cena, las risas y las anécdotas prima por encima de todo. Los niños de otras familias siempre se acercaban, y como aquello se convertía en una fiesta en las calles del Barrio de San Francisco, todos los niños que se acercaban acababan cenando con nosotros.
Ahora bien, las tardes en que no teníamos cena no faltaba la diversión. Solíamos acabar nuestros días en la cancha de baloncesto del Barrio de San Francisco, donde mayores y pequeños se juntaban para jugar. Los monitores españoles, nos aventurábamos a jugar siempre que podíamos, y para sorpresa de nadie, o bien hacíamos equipos mezclándonos, o los dominicanos nos daban una tremenda paliza al baloncesto entre risas. Parecía por un instante como si el reto más difícil del día fuera volver a casa.
No he comentado nada porque entiendo que quien lea este testimonio se puede hacer a la idea de lo divertidísima que era la convivencia. Hacía unos meses, el resto de voluntarios eran unos completos desconocidos. Y ahí estábamos todos, como si nada, quizás porque en la retaguardia de nuestras diversas personalidades se encontraba ese deseo ardiente de cambiar las cosas, de hacer a quien lo necesita, un poquito más feliz. Los ratos en la casa azul eran divertidísimos, las tareas no costaban, las comidas eran una fiesta, como si hubiéramos encontrado allí mismo la familia que por supuesto tanto echábamos de menos. Las esperas en los baños, las recetas improvisadas, y en muchos momentos catastróficas, la música por las mañanas y las noches de conversaciones hasta que nos doliera la tripa de reír se convertían en rutina en aquella especie de limbo temporal que fue nuestra estancia en Sabana Yegua.
Creo que me quedo con el recuerdo de las gentes del pueblo, de sus sonrisas y su hospitalidad. Han pasado muchos meses, y todavía me acuerdo de muchas caras. Se pasean por mi memoria como fuente de inspiración, deseando algún día volver a verlos. De algún modo, cuando uno conoce Sabana Yegua y el KM15, deja un pedazo muy grande de su corazón allí.